Soy Luis, recién cumplí 20 años, mido 1.80, tengo una apariencia agradable y soy estudiante de segundo año en una universidad de Ciudad de México. Mi vida era bastante normal, hasta que conocí a Doña Carmen —una mujer de 60 años, rica, que había sido dueña de una cadena de restaurantes importantes antes de jubilarse.
Nos conocimos por casualidad en un evento de beneficencia al que asistí con el club de la universidad. Doña Carmen, con su porte elegante, su mirada penetrante pero cálida, me impresionó desde el primer instante.
Aunque nos llevábamos 40 años, pronto nos volvimos muy cercanos. Ella me contó sobre su vida: un matrimonio infeliz, sin hijos, y décadas dedicadas por completo a levantar su emporio. Yo me sentí atraído por su inteligencia, su experiencia, y también por la soledad que ocultaba detrás de la sonrisa. Apenas tres meses después, decidí proponerle matrimonio.
—No me importa la edad —le dije, arrodillado bajo la lluvia—. Solo sé que quiero estar contigo.
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Mi familia entera se opuso con furia. Mis padres me llamaron loco, asegurando que Doña Carmen me estaba “comprando” con dinero. Primos, tíos y hasta vecinos murmuraban que yo solo quería su fortuna. Pero yo no escuché a nadie. La amaba de verdad, no por el dinero, sino por la paz que me daba, algo que nunca había sentido en mis relaciones anteriores. Tras muchas discusiones, me mudé por mi cuenta y organicé la boda con la aceptación a regañadientes de mis padres.
La boda fue sencilla, con unos pocos amigos cercanos y algunos antiguos socios de Carmen. La noche de bodas, en su lujosa mansión en Polanco, yo estaba nervioso como cualquier joven que ama por primera vez. Ella, a pesar de sus 60 años, mantenía un aire distinguido y elegante. Salió del baño con un camisón de seda, se sentó a mi lado y colocó en mis manos tres escrituras de terrenos en el centro de la ciudad, valuadas en decenas de millones, junto con las llaves de un Porsche recién comprado de 6 millones de pesos.
Y entonces me soltó una declaración que me heló la sangre.
Me quedé inmóvil, mirando las llaves brillantes y las escrituras gruesas. El corazón me golpeaba el pecho. Balbuceé:
—¿Qué… qué significa esto? Yo no necesito estas cosas…
Doña Carmen sonrió levemente, con unos ojos profundos que me provocaban tanto miedo como intriga. Tomó mi mano y, con voz grave, dijo:
—Luis… si ya elegiste este camino, debes saber la verdad. Yo no me casé contigo solo para tener compañía. Necesito un heredero.
Me quedé helado. —¿Un heredero? ¿Qué quiere decir…?
Hizo una pausa, y luego, con voz seria, explicó:
—No tengo hijos. Mi fortuna, de cientos de millones, si no queda en nombre de alguien de confianza, terminará en manos de parientes lejanos codiciosos, que llevan años esperando que muera para repartirse todo. Quiero que todo sea tuyo. Pero… hay una condición.
El aire de la habitación se volvió denso, me costaba respirar. Pregunté con voz quebrada:
—¿Qué condición…?
Ella me miró directo a los ojos y pronunció, lentamente:
—Esta noche… debes convertirte realmente en mi esposo. No solo en papeles. Si no lo haces… mañana mismo romperé estas escrituras y anularé mi testamento.
Me quedé aturdido. La cabeza me daba vueltas. Todo el amor que creía puro se tiñó de un extraño juego de poder.
Tragué saliva, el corazón golpeando con fuerza. Y cuando, temblando, extendí mi mano hacia su delicado camisón de seda… Doña Carmen de repente sujetó mi brazo con fuerza, y en sus ojos apareció un destello gélido.
—Espera, Luis. Antes de que sigas… necesitas saber un secreto sobre la muerte de mi exesposo.
Doña Carmen me apretó la mano. Su voz temblaba levemente, pero su mirada era fría como una cuchilla:
—Luis… la verdad es que mi esposo no murió de un infarto, como todos creen.
Me quedé helado. Todo el cuerpo me hormigueó y tragué en seco.
—¿Qué… qué está diciendo?
Ella respiró hondo y me miró de frente:
—Él me golpeaba, me humillaba… Un día, en un ataque de furia, tropezó en la escalera. Yo no lo empujé… pero tampoco lo ayudé. Lo dejé caer. Y desde entonces, cargo con ese peso.
La habitación quedó en silencio; solo escuchaba los latidos acelerados de mi corazón.
—Ahora entiendes —continuó—. No quiero que mi fortuna termine en manos de los buitres que me odian. Quiero que sea para alguien que tenga el valor de quedarse, aun sabiendo quién soy en realidad.
Temblando, miré a la mujer frente a mí: tan vulnerable como temible. De un lado, el amor y la protección que había sentido; del otro, un secreto capaz de destruirlo todo.
Respiré hondo y le tomé la mano:
—Carmen… no puedo cambiar el pasado. Pero sí puedo decidir quedarme. No por tu dinero, sino porque… te elijo a ti.
Sus ojos se humedecieron; por primera vez la vi frágil. Apoyó la cabeza en mi hombro y susurró:
—Gracias, Luis. Nadie me había elegido así.
Esa noche ya no fue un trueque de poder, sino dos almas desconocidas encontrándose en la oscuridad.
A la mañana siguiente, cuando la luz inundó la mansión de Polanco, desperté y vi sobre la mesa las tres escrituras y las llaves del Porsche. Pero esta vez ya no eran una condición: eran un depósito de confianza.
Sonreí, posé la mano sobre su hombro mientras dormía y murmuré:
—Quizá el mundo nunca nos entienda. Pero mientras estemos juntos, es suficiente.
Afuera, la Ciudad de México seguía ruidosa y llena de prejuicios. Dentro de esa habitación solo había dos personas —un joven y una mujer hecha de experiencia— que se atrevieron a elegirse pese a todos los murmullos.
Y ese fue el comienzo de una historia de amor que la familia llamó “locura”… pero para nosotros, era la única verdad.